El paraíso existe. Como también descubrieron en su día el capitán Cook, Jacques Brel o Marlon Brando. Y se escribe con ‘P’ de Pacífico, de Polinesia... de ‘Pora Pora’. Porque así es como fonéticamente denominan los nativos a Bora Bora, que significa "la primogénita". Y es que –según una vieja leyenda maoí- es la primera que fue concebida por Raiatea, la isla sagrada, tras ser esta creada por el dios Taoroa. Aunque un razonamiento mucho más científico explica que emergió de las aguas hace unos 5 millones de años producto de una erupción volcánica. Y lo que vemos hoy día son solo los restos que siguen a flote, condenados también a desaparecer. Pero eso será dentro de otros varios millones de años.
Bora Bora es la perfección hecha isla y por ello merece un ‘10’.

Si preparásemos un imaginario cóctel con todos los ingredientes con que la mayoría de los mortales identificamos el paraíso, este tendría un inequívoco nombre: El de la más admirada de las islas de la Sociedad, uno de los 5 archipiélagos que configuran la Polinesia Francesa. Tan extenso como Europa, aunque diseminado en 118 islas y atolones. Islas que merezcan el calificativo de paradisíacas hay varias en la Tierra –Seychelles, Maldivas, Mauricio...- pero en un hipotético ranking de las ‘top ten’, ella, Bora Bora, suele encabezarlo casi siempre.


Y eso que este paraíso fue durante cuatro años (de 1942 a 1946) una base militar con 5.000 soldados, utilizada para abastecer de suministros a los buques aliados que cruzaban el Pacífico. De ello son aún testimonio 7 cañones situados de forma estratégica sobre la punta Patiua, al oeste, y la Fitiu, al este, amén de algún que otro búnker, semioculto entre la densa vegetación.
Pero guerras aparte, Bora Bora es la indiscutible reina y eso que la competencia es grande en un océano plagado de nombres tan ilustres como Fidgi, Hawaii, Cook, Tonga, Solomon... Pero ninguna reúne tantos atractivos como esta isla que parece de diseño, aunque haya sido esculpida por la madre naturaleza. Por añadidura, su ubicación, en el ombligo del Pacífico, muy lejos de tierra continental, contribuye a sublimarla. Los 5.400 kilómetros que la separan de Sidney; los 6.500 de Los Ángeles, los 8.000 de Santiago de Chile o los 9.500 de Tokyo parecen distanciarla de todo, como si su reino no fuera de este mundo.


De todo ello nos apercibimos en cuanto avistamos desde el cielo su inequívoco perfil de dragón chino sobre un azul turquesa. Y enmarcado por un fino collar coralino que delimita sus dominios, separándolos del otro azul, intenso y profundo, que impera en el océano. Conforme el avión se aproximaba a ella, aquella imagen plana e inanimada, casi de postal, que habíamos visto antes en tantas y tantas fotos de reportajes, iba cobrando volumen y vida.
Y pese al lógico cansancio y al inevitable jet lag, el cosquilleo interior que recorría nuestro cuerpo despejaba de súbito la mente. Y abrimos bien no solo los ojos sino todos nuestros poros, para que inhalaran la sublime fragancia que desprende esta isla bonita.